¿Cambur o Lechosa?


Debió haber sido como las seis de la mañana cuando con mucha timidez me asomé por el balcón de la Sra. Maripili, una madrileña que nos dejó pasar nuestra primera noche de exilio en Caracas en su hogar. Vivía en los bloques del Silencio, en pleno centro caraqueño, donde hacía dos años Fidel Castro se había dirigido por vez primera al pueblo venezolano.

Respiré profundamente y la libertad me supo al humo de los miles de carros que a cada minuto pasaban por delante de aquel viejo edificio que me recordaba a los que había visto tantas veces en el reparto de El Vedado en La Habana. “¿Quieres café con leche, muchacho?”, me preguntó Doña Mari con la taza ya en su mano. “No gracias, señora…”, le respondí. En el barco español que nos trajo de Cuba, “El Marqués de Comillas”, el café con leche era frío y lleno de nata… desde entonces odio el café con leche. Además, el “gallego” que nos lo traía solía decirnos en son de burla: “por no cortar caña, los mandan para España…”

La Sra. Maripili no se burlaba de nosotros. De hecho, sentía un profundo respeto por nuestra familia y nuestra desgracia. Hubiera querido tener un apartamento más grande para seguir brindándonos su hospitalidad, pero en aquella vivienda apenas cabían ella y su esposo.

La hermana de mi madre había sido escogida desde Cuba hacía varios años para fundar – entre otros profesores como ella – la Universidad de Oriente en Venezuela. Doña Mari formaba parte del grupo de oraciones de la devota tía Maruja y se había ofrecido a alojarnos aquella noche ya que nuestro único familiar en el país vivía en Cumaná.

Nos habían dicho que en un lugar que llamaban “Sabana Grande”, había un área de pensiones donde nos podríamos alojar mientras mis padres buscaba n trabajo. Esa misma tarde estábamos instalados en una de esas casas de huéspedes que estaban ubicadas donde años después construirían un rascacielos llamado “Torre La Previsora”. Allá llegamos mi padre, mi madre, mi hermano, hermana… nuestro inseparable pequinés, “Chato” y yo. Parecíamos los propios campesinos recién llegados a la capital.

En el mes de septiembre se había roto record en Caracas de niños secuestrados para ser enviados a pedir limosna en Colombia. Eso no sucedía en la Cuba comunista de Fidel Castro. Durante los primeros días, nuestra madre nos acompañaba hasta al baño que compartíamos con los demás inquilinos de aquella pensión repleta de mujeres “alegres” que vivían una vida muy triste. Nuestro juego se limitaba a tirarle un tacón viejo a “Chato” para que lo buscara y nos lo trajera, cosa que a veces no le daba la gana de hacer.

Como Castro no podría afianzar su régimen comunista a 90 millas de los “americanos”, nuestro paso por Venezuela, afortunadamente, estaba limitado a unos meses. La invasión de Bahía de Cochinos había fracasado hacía poco, pero no tardarían los “americanos” en entender el grave peligro que corrían teniendo una base enemiga frente a sus costas. Además, nuestro siempre admirado benefactor -- Don Rómulo Betancourt – le haría ver a la “comunidad internacional” la conveniencia de eliminar un tumor tan maligno como el que prometía ser la Cuba de Castro… y, para rematar, estaba el “bloqueo”.

De tal manera que en lo que cantara un gallo regresaríamos a nuestro tranquilo Cienfuegos, donde el olor a mar llenaba nuestros pulmones cada mañana y pasaba, si acaso, un carro cada media hora. Mientras tanto, mi padre se consiguió un trabajo de vendedor de carros en la esquina de la Calle La Línea con la Av. Maripérez, donde hoy están unas torres que llevan cada una el nombre de un estado diferente de Venezuela.

Mi papá sabía mucho de carros, porque en la Cuba capitalista había tenido una empresa de financiamiento de automóviles. El dueño del negocio en Caracas era un húngaro con quien teníamos en común el haber huido del comunismo internacional. Mientras nuestra madre se quedaba en la pensión, cuidando de nuestra pequeña hermana y de las trece maletas llenas de cachivaches que sacamos de Cuba, mi padre, mi hermano y yo trabajábamos para el húngaro.

En toda la intersección de la Calle La Línea con Maripérez había un semáforo cuya luz roja aprovechábamos mi hermano y yo para repartir los volantes en los cuales se anunciaban los carros de segunda mano que vendía mi padre. El solo hecho de haberme adueñado de aquella luz de tránsito en la calle que luego se convertiría en la fastuosa Av. Libertador, me hace sentir hoy tan caraqueño como Billo Frómeta.

Aquel año de 1961 no asistimos al colegio, pero aprendimos el “hablaíto” venezolano, el cual tiene tanto sabor como el nuestro. Nos mudamos por lo menos diez veces de pensión. En una de ellas, al lado del Gran Café, nos botaron porque el dueño resultó ser un republicano comunista que odiaba a los cubanos dignos. Su hija estaba encargada del negocio mientras su padre estaba en el interior del país. A su regreso nos oyó hablar y antes de una hora estábamos con nuestras trece maletas, el perro y el resto de la familia, buscando una nueva pensión en la zona que ahora era nuestra, Sabana Grande.

Eran tiempos difíciles, sobre todo para los cubanos exiliados anti-castristas. Venezuela sufría las arremetidas de Castro, a quien desde el primer día que arribó al poder en Cuba se le metió entre ceja y ceja apoderarse de Venezuela. La guerrilla comunista parecía que tomaría al país en cualquier momento. Todos los cubanos exiliados pensábamos que nos habían echado una maldición y que huiríamos del comunismo durante toda la vida. Muchos se fueron para los Estados Unidos diciendo que si el comunismo llegaba allá, se inscribirían en el partido y tratarían de sacarle el mejor provecho a la desgracia.

Cuando estábamos ya listo para irnos de Venezuela hacia España -- nuestro destino original cuando salimos de Cuba -- el dueño del negocio de carro recomendó a mi padre ante un paisano húngaro, quien tenía una empresa que vendía e instalaba alarmas contra robo. Como el sueldo era bueno, mi padre consideró que sería oportuno ahorrar unos bolívares que convertiríamos en dólares y nos brindarían mejores opciones cuando llegáramos a la ahora tan añorada España, donde teníamos mucha familia y se había ya instalado el antiguo socio de mi padre en Cuba.

En efecto, logramos ahorrar los bolívares adecuados y cuando le puso la renuncia al Sr. Koppel, éste le ofreció la gerencia general de la empresa con un sueldo extraordinario de Bs. 2.000 al mes. Ya llevábamos un tiempo viviendo en un apartamento de San Bernardino cuando aquel húngaro le hizo a mi padre la oferta que no pudo rehusar.

Un día recibió una carta de la “Hong Kong Manchon Rattan”, empresa que proveía de materia prima a la fábrica de mi abuelo en Cuba desde el principio del siglo pasado. Le contestaban la que mi padre le había escrito meses atrás. En la carta, los chinos le decían que le enviarían lo que él estaba pidiendo, un comedido lote de bambucillo, ratán y esterillas hechas de bambú y aceptaban el crédito tal y como mi padre había solicitado.

La tarde en la cual bajamos al puerto de La Guaira con el viejo V.W. de mi padre para buscar el pedido que había llegado de Hong Kong, nos quedamos asombrados. Por cada bulto que habíamos pedido le habían enviado 10. El embarque no fue posible sacarlo debido a que no teníamos suficiente dinero para pagar los aranceles y el pequeño carro de mi padre no sería el adecuado para subir a Caracas la mercancía que llegaba del otro lado del mundo.

Mi padre envió un telegrama a los chinos en el que le advertía del error, pero estos le contestaron que no había habido error alguno, que sabían que él necesitaría el embarque tal y como lo habían enviando desde Hong Kong y le ampliaron los términos del crédito.

Con la ayuda del Sr. De Lucas, gerente de una sucursal del Banco Nacional de Descuento – y sin mayor garantías que la confianza que este señor puso en mi padre -- pudimos lograr un préstamo de Bs. 20.000 con el cual sacaríamos la mercancía de la aduana y pagaríamos el flete a Caracas en un camión y todavía quedaría dinero para operar el nuevo negocio que obligó a mi padre a renunciar a la empresa del Sr. Koppel, llamada en aquel entonces, INTERVENCA.

El primer cheque de gerencia que en dólares les enviamos a nuestros proveedores chinos de la “Manchon Rattan”, nos fue devuelto. Los chinos alegaron que era mejor que nos fortaleciéramos y que le enviáramos la primera remesa cuando hubiéramos solidificado el negocio, dijeron que era un gran honor poder hacer negocio con el hijo de Don José Alonso y Fernández. No en balde mi abuelo – Don José – solía decirnos: “si los pillos supieran la ventaja de ser honestos, serían honestos: ¡por pillos!”. Los españoles, los húngaros, los chinos… y, por supuesto, los venezolanos, estaban conspirando para que la familia Alonso se quedara en Venezuela.

Vino el “Porteñazo” y luego “El Carupanazo” y la familia Alonso ya era venezolana por naturalización. El bien triunfó sobre el mal y se venció a las guerrillas comunistas en suelo venezolano. Mientras tanto muchos de los sillones que los portugueses hacían en Venezuela, llevaban la materia prima que mi padre traía de Hong Kong y un buen día nos tocó el inmenso honor de recibir a los chinos en nuestra casa propia de la urbanización El Bosque, en Caracas. Cada ladrillo de nuestra quinta tenía la firma de aquellos chinos – anti comunistas – que habían confiado en la casta que mi padre había heredado del suyo. Una tarde, poco antes de mi boda, nos reunimos en la Qta. Aurache el jefe de la dinastía Manchon, con su hijo y su señora. Por el lado de los Alonso se encontraba mi abuelo, Don José (quien no hacía mucho había llegado de Cuba), mi padre y yo. Ya habíamos ido varias veces a España, pero como turista y siempre con la “piquiña” y la “morriña” de regresar lo más pronto posible a nuestro nuevo terruño: Venezuela.

Mientras Fidel Castro, años tras años, sembraba odio y continuaba su proceso de destrucción por Cuba y por el mundo, la familia Alonso -- como millones de familias cubanas a lo largo y ancho del destierro -- se dedicaba a producir bienes de servicio, crear fuentes de trabajo, lograr mejor calidad de vida para nuestra familia, a adaptarse a esta bondadosa tierra -- que como otras abrió sus brazos y su corazón en el momento en que nos sentíamos derrotados por la total desesperanza -- y a dar la cara por la Cuba honesta, trabajadora y digna.

La noche en que nos sirvieron la primera cena en la pensión de “La Previsora” (como yo ahora le digo cuando les hago el cuento a mis hijos nacidos en Venezuela), el dueño de aquella casa de huésped de mala muerte, vistiendo su roído smoking blanco y con un sucio paño sobre su antebrazo, nos preguntó mirando inconmoviblemente hacia el techo, dueño de una impresionable solemnidad: “¿Qué querrán los señores de postre, cambur o lechoza?” Como no sabíamos qué demonio era un “cambur” y qué una “lechoza”, pedimos lo primero: “cambur”.

Aprendimos así que los “cambures” son los platanitos maduros. La siguiente noche se repitió la escena. Probamos la “lechoza”, la fruta bomba cubana. Y así todas las noches lo mismo: “¿Qué querrán los señores de postre, cambur o lechoza?” El primer domingo fue especial porque el señor de la pensión nos varió el menú del postre: “¿Qué querrán los señores de postre, cambur, lechoza o cocktail?” Ahí mismito todos respondimos al unísono: ¡cocktail! Cuando nuestro recordado anfitrión volteó majestuosamente su humanidad, camino a la cocina, mi madre le llamó para preguntarle de qué era el cocktail, a lo que aquel caballero español – con un toque de hidalguía -- le respondió: “¡de cambur y lechoza!”

El Hatillo, 26 de febrero de 2002